Reflexión del Santo Evangelio, según Lucas 22:14–23:56: Morir con Cristo
En la primera lectura de este domingo, Isaías recuerda su elección de parte de Dios y cómo él se confía en el Señor y no teme cumplir su misión a pesar del desprecio de los demás (Is 50,7).
De igual manera, Jesús no teme ante la inminencia de su Pasión, a pesar de saber las consecuencias de mantenerse firme, que lo llevarían incluso a la muerte y marcha decidido a Jerusalén (Lc 19,28). Jesús nos muestra cómo hay que obedecer al Padre, que nos encarga proclamar la verdad, aunque ésta resulte incómoda a quienes odian a Dios. Así como Jesús, no debemos temer proclamar la verdad, sabiendo soportar los golpes, los insultos y la condena injusta de quienes ven en ella un peligro para sus propios intereses.
El Verbo de Dios, se hace hombre en Jesús, se hace nada a pesar de su condición divina, y se entrega a una muerte de Cruz (Flp 2,6-8), para que alcancemos la redención y el perdón de los pecados. Aceptando su Cruz y su sacrificio en ella, Jesús ha tomado sobre Sí toda nuestra humillación debida al pecado, para que nosotros pudiéramos vivir, reconciliándonos con el Padre y devolviéndonos nuestra dignidad de hijos de Dios.
Como Jesús, que se entrega para liberarnos del pecado, debemos ser capaces de llevar a cuestas también nuestra propia cruz. No se trata sólo de limitar nuestra fe a cumplir obligaciones religiosas, sino de vivir esa fe, de vivir nuestra oración. En su Pasión, Jesucristo vive una experiencia terrible que lo lleva a la muerte; pero no quiere que nos quedemos a lamentar lo sucedido sin aplicarlo a nuestra vida: Él quiere que nosotros miremos también la pasión de la humanidad actual y el sufrimiento de los que menos tienen, así como el sufrimiento de quienes por su fe son desplazados de sus tierras o asesinados. Jesús quiere que seamos capaces de ver la violencia en nuestro alrededor: hogares quebrados por la falta de uno o de ambos padres, por trabajo o por egoísmo e infidelidad; delincuencia que roba o que mata fríamente, sin importarle el valor de la vida humana; gente que no tiene trabajo y que tiene que aceptar trabajos infrahumanos para sobrevivir; niños que son sacrificados aun en el vientre de sus madres, etc. Éstos son sólo algunos aspectos del pecado en que vive nuestra sociedad y que diariamente grita «¡crucifícale, crucifícale!» (Lc 23,21), condenando una vez más a los más indefensos de la sociedad.
Ante todo este drama, no podemos quedarnos con los brazos cruzados, sino que, alimentados con nuestra oración, debemos lanzarnos a buscar romper la injusticia de la humanidad en la vida diaria. No se trata nada más de llorar ante los latigazos, los insultos y la muerte de Jesús (cf. Lc 23,46), sino de – sin olvidar que Él cargó con nuestros pecados – ayudarlo a llevar la cruz de aquellos que hoy tienen necesidad de apoyo, escucha y caridad. Mirando a los personajes de la Pasión, cómo sería bueno alejarnos de la tentación de vender a nuestro hermano (cf. Lc 22,48) y de negar al Maestro (Lc 22,56-60); cómo sería hermoso no dormirnos en medio de la oración (cf. Lc 22,45), sino llevarla a la práctica, aprendiendo a perdonar al hermano, así como pedimos a Dios que nos perdone (cf. Mt 6,12; Lc 11,4); qué bello sería ser capaces de ofrecer nuestra casa para que Jesús celebre la Pascua en nuestro corazón (cf. Lc 22,11-12).
Todo esto nos haría vivir la fraternidad y el amor proclamado por Jesús, amándonos como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34) Dejaríamos de ser personas débiles y alcanzaríamos la fortaleza del verdadero cristiano que sería capaz de morir con Cristo, exclamando como San Ignacio de Antioquía: «Soy trigo de Dios, y he de ser molido por los dientes de las fieras, para llegar a ser pan limpio de Cristo», dando cada día la vida por el prójimo, nuestro amigo, que es la manifestación del amor más grande que nos enseñó el Señor (cf. Jn 15,13).
Por. R.P. Edinson Antonio Chavarry Castillo
(Colaborador)
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