(Por: P. Marco Dávila Montalvo) Decía Dostoievski que «el que acumula muchos recuerdos felices en su infancia, ése ya está salvado para siempre». Precisamente la sociedad y cada uno de nosotros nos convertimos en los principales responsables para que todos los niños guarden una infancia feliz.
Pero, ¿qué entendemos por infancia?, ¿en qué consiste la infancia? Ante todo, infancia quiere decir desvalimiento, impotencia, fragilidad, debilidad, indefensión. La infancia representa en sí misma “necesidad” de otro, de alguien. En las sociedades antiguas el niño carecía de derechos. En todo el orbe regido por Roma el pater familias tenía sobre sus hijos menores poder de vida y muerte. En los mercados del Imperio se vendían como esclavos, animales o instrumentos de labranza.
Nos llama la atención estos comportamientos que podemos catalogar como arcaicos e inhumanos, pero, ¿cuántas veces nos detenemos ante un semáforo y vemos a un pequeño despeinado acercarse a nuestra ventana para pedirnos dinero? Algo muy usual que, en nuestro cotidiano vivir, termina por ser algo normal, ordinario, y seamos sinceros, nos estamos acostumbrando.
Nos estamos acostumbrando a una sociedad con niños entristecidos, aislados y marginados, niños trabajadores que perdieron definitivamente el sentido del juego. ¿No nos damos cuenta que detrás de cada niño hay un presente y un futuro? Un presente no pocas veces doloroso, y un futuro propenso a la sin sazón de una sociedad que lo rechaza y abofetea sin cesar. Niños resentidos que luego verán la sociedad como un monstruoso enemigo contra el que hay que luchar.
Marañón decía «el adulto debe presentar ante el niño, por pequeño que sea, el mismo respeto que ante Dios». Pero hoy no parece haber ni respeto por Dios ni por los pequeños. En nuestra sociedad el niño tiene derecho a tutela, alimentación, vivienda, educación, servicios médicos, etc.
Y aún así, diecinueve mil niños mueren de hambre diariamente en el mundo. Más de ciento veinte millones viven sin techo. Otra ley se enarbola en sí misma para anunciar que, «el niño debe ser protegido contra toda forma de abandono, crueldad y explotación. No será objeto de ningún tipo de comercio. No se le permitirá trabajar antes de la edad mínima establecida». Pero actualmente trabajan en el mundo más de ciento sesenta y ocho millones de niños. Y hay muchos otros que no trabajan: los que tienen la mendicidad como única ocupación y la calle como único hogar.
En nuestra sociedad al niño se le reconocen todos sus derechos, pero faltan intensificar los medios de actuación. Pensemos, amigos lectores, en tantos niños que son maltratados, prostituidos y vendidos por sus propios padres o en el mejor de los casos, abandonados en un portal. Este 12 de junio, nosotros los adultos, hemos declarado el Día mundial contra el Trabajo Infantil. Que no sea solo el recuerdo de un día, sino un proyecto vital de la sociedad, en la cual se trabaja para que los niños sigan siendo niños. Existen ciento sesenta y ocho millones de razones para hacerlo.
(Publicado en Emaús, junio 2014)
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