(Por: P. Marco Dávila Montalvo).- En este mes celebramos el Día de la Juventud, día en que cabe y vale la pena hacer un elogio a la no poco fustigada etapa de la vida: la juventud. Muchos en nuestra sociedad se lamentan de los desalineados que andan los jóvenes, de lo mal que se visten y de la música desentonada que escuchan.
Se lamentan de las nuevas modas que invaden y de lo fácil que invierten o pierden su vida en lo que hace el “resto”. Muchos no recuerdan que los frutos jóvenes son siempre verdes y ácidos, pero no por eso se les descarta y elimina.
De otro lado, no pocos de ellos consideran que ser joven es hablar un lenguaje que nadie entiende, vivir de forma distinta, ir contra corriente de los pensamientos comunes; y lo que es aún más grave, piensan que ser joven es “matar el tiempo y la vida” porque aún queda mucho por delante.
Pero nada más ingrato y reductivo. Ser joven es tener siempre ideales altos, no importa la edad que sea. Es ser auténtico y fiel a nuestras propias convicciones, es tener siempre una sonrisa con la cual empezar el día, tener algo en mente y vivir por un ideal. Es querer siempre cambiar el mundo y estar dispuestos al cambio, aunque a fin de cuentas, cambiemos un poco en nuestro día.
Ser joven es precisamente eso, tener una luz en la mirada, capaz de penetrar en lo más hondo de las personas, de la sociedad y del mundo. Una mirada que no destruye ni aniquila, capaz de iluminar y transformar aquello que le rodea.
Juventud es, en fin de cuentas, tener pasión, esperanza, audacia, auto-exigencia, aceptación del riesgo y elección de las cuestas arriba, por más años que hayamos acumulado en nuestros rostros y en el documento de identidad. La juventud se abre, siempre y de forma indefectible, a horizontes nuevos, a metas imposibles, a desafíos a veces misteriosos. Es la etapa de la vida donde el temor no impide y el error no debe desanimar.
Querido joven, Cristo murió joven, pero no precisamente porque tenía 33 años sino porque vivió su vida intensamente. Pasó por este mundo haciendo el bien y ofreciendo lo mejor de sí, dándose incesantemente a los demás.
Les escribe un sacerdote joven, un sacerdote que no ha renunciado a nada, porque no ha renunciado a ser feliz. Ser joven, querido lector, es sencillamente un reto: buscar incesantemente la felicidad y atreverse a creer en el amor, que es Dios.
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